Turismo

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La cajera asoma desde detrás del mostrador, encantadora con su vestido floreado y la sonrisa. Esconde en su bolso una antología superpoblada de zombis pringosos. Cerca de ella, sobre el mismo mostrador, aguarda una taza de café recién servida. El camarero, en un solo movimiento, se acerca, alza el pocillo, lo traslada y lo deposita frente a un parroquiano que tiene la nariz hundida en el periódico. No derrama ni una gota. Al salir de su apartamento, por la mañana, junto a la almohada del camarero descansaba un libro de hojas amarillentas, con un vaquero barbudo en la cubierta. Y, apilado, El fantasma, o como sea que se titule la siempre amarillenta biografía de José María Aznar.

    A través de la ventana del bar se ve pasar a un tipo enorme, con bíceps que parecen balones de rugby. El dentista acaba de extraerle el segundo premolar derecho; justo antes de eso, en la sala de espera donde hay una mesa con un montoncito de revistas, el grandote se interiorizaba sobre los detalles de unas vacaciones de la Marquesa de Unsitioshire, en Royal Egging Island.

    Un autobús los presencia durante un instante, los olvida, se aleja del bar y del grandote. En el autobús viaja sentado un fulano –lo llamaremos Álvaro–. La mirada de Álvaro está clavada en un verso de Pizarnik: no lo comprende. Pero lo que de verdad lo confunde es el nudo que percibe en el vientre tan pronto lo ha leído, y el recuerdo de un tal Pedro que lo asalta en simultáneo. Álvaro ignora que Pedro, en ese momento, está pensando en Álvaro, evocado por un verso de García Lorca.

    Entretanto, lejísimos, en Texas, tras acabar de redactar la condena a muerte de un reo, un juez –gruñendo, la nariz fruncida– hojea en el retrete un catálogo de compra a distancia. Busca una sartén de teflón. De las grandes.

    Y cerca, lejos, al lado, ahí donde mires, donde no lo veas, Dios está ignorándolos a todos: se vanagloria mientras lee, desternillándose, la traducción al húngaro del manual de instrucciones de una licuadora fabricada en China.

    Digo que hay lectores para Joyce y para Levrero. Hay para la Biblia. Para Petrona C. de Gandulfo. Para Corín Tellado. Para los 101 versos sobre la repulsión y la rabia, de Benjamin Rotóndez. Los hay que leen las líneas de las manos. Pues, sí, como lo oyes: las líneas de la manos. Hay lectores para los prospectos del ibuprofeno, para los grafitis de los baños públicos y para las necrológicas. Vale, a Rotóndez me lo inventé pero, de haber existido, yo hubiese leído sus versos sobre la repulsión y la rabia, sin duda.

    Sospecho que podría haber lectores para Turismo. Los busco. Te lo digo así, descaradamente. No me preguntes por qué. O pregunta, es igual. Escuché a un amigo decir que, para que algo se convierta en literatura, es condición que sea leído. Podría repetirlo, ampararme en ello, pero mi amigo es alguien muy listo, mucho más que yo: yo no sabría precisar qué es literatura. Lo cierto es que no tengo del todo claro por qué le busco lectores a Turismo. Explicar por qué lo escribí me supondría un embrollo similar.

    Podría dar la impresión de que regalo esta bolsa de relatos. Puede, incluso, que resulte ser así. El precio sugerido es convertirte en un lector, o que seas un colaborador en mi búsqueda, en el caso de que Turismo no consiguiese lo primero. Tal vez, tras abandonarlo en la página cuatro, te acuerdes de alguien que conoce a uno que podría querer leerlo.


    Turismo es un libro de viajes. Son crónicas de los viajes de un individuo a sus vecinos, a algún amigo, a alguien que pasaba por allí. Un itinerario por unos cuantos asombros; por las miradas, los sueños y los espejos de gente, por recuerdos y miserias presentes, y por la mirada que los mira.


    Así como lo ves, ha requerido tiempo y entusiasmo. Mi tiempo y mi entusiasmo, claro, pero también los de algunos que me rodean o me han rodeado. Siento por ellos enormísima gratitud.

    Santiago Ambao me animó, me acompañó, fue mi amigo, le puso garra y nervio.

      Elenio Pico fue todo lo generoso que jamás sería, plantado con el balón dominado, de cara al arco.

    Laurette Butty, Marce Sabbatiello, Nacho García Martín, Juan Carlos Cortés, Iolanda, Sergi Oset, Igor Kutuzov, Esteban Barbaria, Pedro Vizán, Pedro Gómez: todos me acompañaron por los barros y empedrados que condujeron hasta aquí. Arengaron, criticaron, estuvieron.

    Como hubiese dicho mi viejo: «estoy más contento que un perro con dos colas». Gracias.

Julio Quintas

Barcelona, octubre de 2014.

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